
El liquen
Ayer,
pasando sin más las hojas del periódico, se me quedó el ojo pegado a una
respuesta de Woody Allen en una entrevista irrelevante. Decía el flaco
melancólico que el hombre hace todo lo posible por
mantenerse vivo, sin saber por qué; "tan
sólo quiere hacerlo". Me acordé del
liquen, un testimonio perfecto
del hecho conmovedor de que la vida existe, a lo que parece, sólo por
existir. Los humanos, pongamos un poco aparte al señor Allen, estamos
empeñados en que la vida ha de tener un objeto, una finalidad, un plan,
una aspiración, un deseo, pero el liquen sólo pretende existir, sólo eso.
Y
ese impulso es igual de fuerte que el
nuestro, incluso más fuerte; si mi perspectiva fuera la de ser una
costra escamosa pegada durante siglos a una roca del bosque, creo que
renunciaría. Pero el liquen no; el liquen aguanta cualquier penalidad
por un instante más de existencia. Es un anacoreta tenaz y berroqueño,
capaz de colonizar rocas, lo mismo en la
Antártida que en el desierto, que en la mismísima estratosfera, como
recientemente han comprobado estudios de la Nasa. Si vienen mal
dadas retrae su "actividad" y espera en by-pass hasta que la
situación mejora. ¿Y qué gana con eso? Simplemente vivir, con unos
alicientes descorazonadores para cualquiera de nosotros: se alimenta de
los minerales que un hongo excretor de ácidos, con el que vive en
simbiosis, hace soltar a las rocas; minerales con los que produce
alimento suficiente para el hongo y para sí mismo. Esa asociación para
montar su restaurante en comandita es su único aliciente, pues incluso,
dado que no puede entenderse con su socio para nada que no sea comer, ha
optado por perpetuarse en la vida mediante la reproducción asexual.
Y Woody Allen reduce toda su expectativa de vida al nivel del liquen. Será por eso que toca el clarinete cuando no sabe qué hacer.