Barón - Apuntes

El Barón ya tiene quien lo lea

"El coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita."

Así arranca García Márquez su relato sobre las penurias de un coronel al que no le llegaba la notificación de su ansiada pensión. Un coronel, sin nadie que le escribiera.

Y así termina:

        "La mujer se desesperó.
—Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.
— Mierda."

La pobreza de no tener quien te escriba -mal asunto, con mal comienzo y peor final- la equiparaba el Barón esos días al desamparo que siente quien no tiene quien lo lea. La desolación del escritor, la misma que se siente, como dice Juan Gracia, al ver pasar sin detenerse a un tren vacío en la noche. ¿Qué hago en esta estación desolada, en este páramo del desaliento? ¿A quién espero? ¿A dónde va ese tren sin viajeros? Y mientras se aleja el eco del último impacto de la última rueda contra la última juntura del acero, la niebla cae sobre el andén y congela las expectativas del Barón. Lo mismo que el coronel de García Márquez, el Barón también experimenta la sensación de que le "nacen hongos y lirios venenosos en sus tripas". Toma fuerza entonces la necesidad de no salir más a ese andén, de renunciar a toda espera estéril de viajeros etéreos e inciertos.

El invierno estaba tan cerca, que el Barón pensó en no seguir yendo a ver pasar un tren vacío. No merecía la pena volver a casa trayendo consigo sólo el pesado martilleo del tren sobre las vías y el eco del último pitido perdiéndose en la nada. Se acostó con la idea de que ésa sería su última salida.

Al día siguiente el cielo apareció de un azul inmaculado. El día frío, pero diáfano. Mientras desayunaba, encontró sobre su mesa unas notas escritas que hablaban de Platón y el turrón. Se puso a leer distraído y de pronto se dio cuenta de que le gustaba lo que estaba leyendo. Empezó a masticar más despacio, poniendo toda su atención en la lectura y continuó leyendo otras notas que había desperdigadas por la mesa. Desayunó dos veces y se levantó una tercera vez para servirse otro café. Mientras éste caía sobre la taza vacía, cayó él en la cuenta de que esas notas le sonaban y de que estaba leyéndose a sí mismo. De pronto se sintió muy bien.

Terminó el tercer café, guardó las notas, se abrigó y se encaminó tranquilo a la estación. El día seguía azul y frío, pero el sol templaba su cuerpo al resguardo de una estratégica mampara. No tardó en pasar de ida el tren vacío que tantas noches lo había llenado de desazón a su vuelta. Esta vez subió al tren, se sentó confortablemente y se dispuso a disfrutar del viaje. Ahora el sol se filtraba cálido y reconfortante a través de la ventanilla y se quedó adormecido, mientras sonreía entre ensoñaciones de que, por fin, el Barón tenía ya quien lo leía.