El tornaviaje
Octubre 2012
L os títulos sirven en parte para anticipar el fondo del asunto y en otra
buena parte para llamar la atención del lector, como el plumaje en el
pájaro o el color en la flor. Hoy me he sentado a escribirte sobre un
viaje de vuelta, nada que ver, desde luego, con tu Viaje sin retorno a Albalate del Arzobispo,
que es sólo de ida. Y al comenzar tecleando “El retorno”, me ha parecido que
"El tornaviaje"
ofrecía mejor color... y más exótico plumaje. Me serviría de introducción
contándote que a mediados del s. XVI un agustino -y gran náutico- vasco, Andrés
de Urdaneta, resolvió brillantemente el problema de cómo volver de las
Filipinas a Méjico, en sentido Oeste-Este, eludiendo
así grandes dificultades,
unas de distancia y otras de malos encuentros con los portugueses.
Urdaneta intuyó que los alisios que en primavera lo llevaban desde Acapulco
hasta las islas Filipinas, por alguna parte volverían a Acapulco, vuelta que él
aprovecharía poniendo barlovento a sus espaldas. Su intuición fue buena y
encontró el camino de vuelta bastante más al Norte de Manila,
subiendo más o menos hasta Japón y desde allí a California, para
descender finalmente hasta Acapulco. Esa ruta se conoce desde entonces como
"la ruta de Urdaneta" o también "ruta Tornaviaje".
Cuando de los viajes nada o poco se trae, tenemos presto el dicho "para ese
viaje no hacían falta alforjas", con lo que ponemos en duda la necesidad no
solo de las alforjas sino hasta la
del propio viaje. Esto no ocurría en tiempos de Urdaneta, cuando las naves
tornaban cargadas de especias de muy alto valor para aquel mundo gobernado por
Felipe II. Enseguida te diré, mi dilecto colombroño, que mi tornaviaje de hoy se
refiere al viaje de la vida, sobre el que Camus, Sartre y tantos otros
han considerado y consideran que ninguna alforja es necesaria; mas antes
de entrar en ello quiero hacerte notar que el destino de
aquellos ida-viajes eran las islas Especias. La ida-viaje llevaba funcionarios, aventureros
y religiosos, amén de animales y semillas del Nuevo Mundo y el tornaviaje venía
repleto de grandes valores: preciadas especias de Las Molucas y porcelanas,
lacas y sedas de la India, Japón y China.
Estos días de afección han sido propicios al pensamiento profundo, no
solo porque mis facultades físicas andaban mermadas, que también, sino
por habérseme cruzado en el camino un librito que Ernesto Sábato
escribió cuando estaba a punto de convertirse en nonagenario. Se titula
"La resistencia". Es un libro que comienza con cierto aire
reivindicativo en contra de estos tiempos de globalización y estulticia
televisiva que nos toca vivir y a favor de lo local, de la parsimonia y
de la dimensión humana de las cosas; pero termina convirtiéndose en una
confesión intimista de la desnudez del hombre y en un resuelto alegato
en defensa de los valores del humanismo cristiano.
Y en ello está el punto nuclear, el meollo de mi carta: ¿tiene algún
sentido que para el tornaviaje de nuestra existencia carguemos nuestra
nave de aromáticos efluvios de canela, nuez moscada, incienso, y algún
otro, a pesar de habernos convencido en el ida-viaje de lo superfluo de
las alforjas? Pues parece que lo tiene, mi dilecto amigo. En nuestro
caso, conforme el tiempo pasa y el tornaviaje nos permite olfatear
mejor la costa de California y nuestro particular Acapulco, la necesidad de dilucidar si conviene o no
llenar alforjas, y con qué, se hace más perentoria. En el fondo, siempre
he estado con la tesis de Sábato en cuanto a que llenándolas de valores
éstos complementan al hombre, dando sentido a su vida, cubriendo sus
carencias, su vulnerabilidad y su desnudez. Algo así como esos cangrejos
que llaman "ermitaños", para los que encontrar una concha-armadura
es cuestión de vida o muerte. El símil me sirve, no es perfecto, pero
contiene la idea de contrafuerte para la salvación, además de cierta
relatividad, ya que para el cangrejo ermitaño ninguna concha es absoluta
y muchas le sirven; incluso conforme va creciendo ha de cambiar de casa
pues la de joven se le queda pequeña. Su
objetivo: sentirse a salvo.
Creo que la salvación del hombre está en sí mismo. Sartre lo vio así
cuando afirmó que "el hombre es el único que no sólo es tal como se
concibe, sino como él se quiere". Eso, ya lo sé, no es humanismo
cristiano, sino existencialismo puro y duro, pero tal como yo lo veo hoy
que te escribo, la postura de Sábato no está reñida con la visión de
Sartre, ni mucho menos. Aquél, cuando habla de recuperar los grandes
valores, no explicita que hayan de ser los del humanismo cristiano,
aunque los cita,
pero, dado que él creció en ellos, cuando va cumpliendo los noventa
encuentra que tales valores, dignidad, solidaridad, integridad,
responsabilidad, lealtad y otros más, le encajan perfectamente, como
encajaría al cangrejo viejo, un tanto disminuido, la antigua concha de su niñez.
Creo que calzarse de nuevo la antigua concha de juventud, apasionada
coraza de valores, salva al hombre, transforma en útil para sí mismo su
condición de pasión inútil, vuelve fértil su pasión estéril y da un sentido a la
vida todo lo transcendente y absoluto que el propio hombre quiere y
puede. Vale
Oct 2012