
Palíndromos e injertos
Agosto 2010

A ti no tengo que explicarte que el palíndromo es un juego de palabras que se lee igual en ambos sentidos; es, pues, el capicúa de las letras. El más conocido y jugoso, ya sabes, es el del abad que mantenía zorras a base de arroz, pero a mí me gustan también esos cortitos, como “se es o no se es”, “amigo, no gima” y, especialmente, uno de aplicación universal: “lamoral, claro, mal”.
Pero traigo a colación ese juego porque ayer anunciaban en la tele una película con ese título – Palíndromos - que me intrigó, la vi, y no me defraudó. Dejando a un lado el leitmotiv, una niña que quiere ser madre, la tesis presentada queda muy explícita en un diálogo mantenido por uno de los personajes secundarios y la protagonista, cuando aquél le dice a ésta que, haga lo que haga, no va a poder cambiar su personalidad. Que la vida de cada persona da igual leerla en un sentido o en el otro; que el carácter básico ahí está permanente, pura genética inyectada con vacunas del primer entorno, y que ya puede uno vestirse de seda, cambiarse la nariz, estirarse la piel, ir a Salamanca, Oxford o Harvard, que en toda su trayectoria vital veremos siempre al mismo hijoepú, si es como yo, o al mismo pan bendito si nació con el buen carácter que tú tienes.
Los especialistas de la cosa se pasan libros y libros distinguiendo entre temperamento (somático) y carácter (adquirido); pero para nosotros es suficiente con referirnos al combinado de ambos -llamémoslo personalidad- que nos condiciona y de cuyo fatal dominio no podemos escapar. Y es que somos previsibles: un membrillero siempre te dará membrillos... a menos que eches mano del injerto.
Pero la técnica del injerto, aparte de difícil y
siempre traumática, no pasa de ser una solución aparente: cambia tu
conducta, cierto, pero tu yo sigue ahí, más o menos soterrado, alimentando el invento. Y para
eso tienes que pasar el calvario de que te claven púas, yemas o cuñas,
que te hagan hendiduras, puentes o silletas, todo con cuchillos,
vendajes y provocando secreciones varias. No merece la pena.
Admito que si no te injertas (o te injertan) no puedes mejorar; pero tampoco empeorar; ahí estás para siempre, predecible, lo que no deja de ser una virtud, porque un tío no injertado es predecible: siempre te dará membrillos; pero un membrillero que de pronto te dé higos, además de sorprendente, es, como poco, poco de fiar, que ya es bastante. Jonás nos puede servir de ejemplo. Era lo que hoy diríamos un tipo legal, un tipo de los que decimos “a ése no lo cambia ni Dios”; con él sabías a qué atenerte. El Señor le encarga que vaya a Nínive a anunciarles su destrucción a menos que se arrepientan. Jonás se conoce muy bien y conoce el paño: es un hombre dotado de un fuerte sentido del orden y la ley, pero sin amor, que anticipa, se lo huele, que el pueblo de Nínive se va a arrepentir (humanum est); Dios, entonces, lo va a perdonar y por ahí no pasa; que para él el que la hace la paga. Jonás se escapa, pero Dios manda una ballena y lo reconduce hasta Nínive. Al final pasa lo que pasa: los ninivitas hacen penitencia, Dios los perdona y Jonás se agarra un cabreo de cuidado. Fíjate qué cabreo, que al final, cuando se pelean por un quítame allá un arbusto de ricino, se entabla este diálogo propio de hombres de carácter:
Jonás: - Prefiero morir a seguir con vida.
Dios: - ¿Te parece bien enfadarte por ese
ricino?
Jonás (con un par): - Sí, me parece bien
enfadarme hasta la muerte. (Jonás 4,9-9)
Y el Señor, un tanto blandengue, termina instando a Jonás (y de carambola a nosotros) a la compasión con los pecadores. Eso nos salva a ti y a mí, mi dilecto colombroño, que si Dios fuera como Jonás y se comportara siempre como en Sodoma, otro pelo nos habría lucido. Y es que el Señor puede que también sea fruto de un injerto y su comportamiento un tanto esquizofrénico: unas veces te da dulces higos y otras te corre a membrillazo limpio. Vale