Barón - Epístolas

Misterius naturae


Junio 2015

Ayer festejamos el "Día del orgullo gay"  y el mundo estalló en abigarradas galaxias de comparsas sexualizadas y desinhibidas. El pendón multicolor, orgullo de orgullosos, pendón entre pendones, colgó sobre insignes fachadas ajenas a sexos y religiones. Una vez más, la incomprensible algarabía me llevó a darle vueltas a este gran misterio de la madre naturaleza, misterio que quiero compartir contigo, compañero peripatético y portuario.

Ya es bastante misterioso en sí mismo el funcionamiento del ADN, principal sostén de la biosfera que habitamos, con sólo cuatro bases, una doble hélice y su inclinación a replicarse a sí mismo sin tomarse un descanso. Tampoco tenemos respuesta para la facilidad con que el azar provoca errores en ese auto-fotocopiado continuo, errores de los que salen vacas con dos cabezas y hasta decían que el Caudillo, quien en lugar de cabeza tuvo un ladrillo. Pero sí entendemos perfectamente el principio darwiniano que preside la evolución natural, en virtud del cual, si por una mutación azarosa un espécimen nace, por ejemplo, carente de aparato reproductor o su lugar lo ocupa, un auténtico Alef de piedra esmeril, por irnos al símil del Caudillo, sí entendemos, repito, que la especie no corre peligro de contaminación por piedra esmeril, ya que ésta no tiene ADN y le ha sido negada la capacidad de desdoblarse en copias sucesivas. Esa mutación sería, pues, "esméril" de todo punto, tú ya me entiendes, mi dilecto amigo, con lo que estamos a salvo de la mutación de "esmerilidad".

Sin embargo, cuando vemos al orgullo gay desplegar urbi et orbe su sorprendente crecimiento inflacionario, nos preguntamos: ¿cómo es posible que esos espermatozoides portadores de un mensaje genético que compele al personal a arrimarse a los de su propio sexo, puedan pasar a la siguiente generación si su ino-cul-ación resulta indefectiblemente "esméril"? Esos espermatozoides "mutados" no tienen recorrido ni posibilidades de duplicación, por muy egoístas que sean los desgraciados. "Nacidos para perder" sería su divisa. Este es el gran misterio hasta hoy no desvelado: ¿cómo es que se multiplica la "esméril" inclinación cuando la máxima carrera a la que puede aspirar un espermatozoide que la lleva es ascender hasta el píloro y fenecer allí más bien por asfixia que por cansancio sin ninguna esperanza de conseguir descendencia? ¿Cómo puede multiplicarse un número que no puede entrar en la máquina de multiplicar?

Al pensamiento lógico y a Ocam les repugna el misterio cuando tienen a mano una causa inteligible. Y en este caso la tienen: los espermatozides "esmériles" ni son tales ni están mutados. Son espermatozoides ortodoxos, tal como los quiere la madre naturaleza, que ya es superfluo decir que los quiere gays. Esta hipótesis es mucho más potente que la de la mutación, pues explica satisfactoriamente la aparente contradicción, el misterio que hoy nos ocupa, por el que los "esmériles"  aumentan y llenan calles y templos a pesar de eximirse a sí mismos del proceso de reproducción.

Bajo la nueva hipótesis de "todo espermatozoide es gay por naturaleza", no hay contradicción en el hecho incontrovertible de que el mundo se va llenando de ADN (preferentemente chino, posiblemente porque sea más barato). No importa que una importante proporción se malpierda tratando de llegar al píloro; el resto, los del buen conducto, son más que suficientes para garantizar un crecimiento inflacionario. Siempre he mantenido entre los míos la tesis de que los espermatozoides son luteranos, algo que nada tiene que ver con la religión, sino con su destino. Unos lo tienen en el útero y otros en el ano. Los primeros fructifican, los otros... como la mandarina de don Julián.

Y llegados a este punto en que desvelo para ti, mi querido colombroño, el aparente misterio, y te aclaro que las aparentes mutaciones no son tales y que todos somos gays por naturaleza, estás en tu derecho a cuestionarte el porqué de la antinatural afición de algunos de nosotros a arrimarnos al sexo opuesto. Pues aquí, Ocam pasa su navaja y concluye en que esta desviación es asunto meramente cultural, fruto de muchos siglos de forzamiento de la ley natural. Natural es lo que los genes dan, cultural lo que da Salamanca. Afortunadamente este despropósito mantenido durante siglos está condenado a su desparición, mas como siempre ocurre con la madre naturaleza, cuando saltas de la sartén caes a las brasas. Considera, si no, la gran amenaza que este cambio va a representar para la naturaleza humana: a medida que una nueva cultura nos vaya reconduciendo al camino natural que llevamos grabado en nuestro ADN y deje el homo sapiens sapiens de interesarse por L'útero, alcanzará con ello su extinción total. Y no será por efecto de violentas explosiones nucleares, sino por el pacífico, alegre y paradójico camino de abandonar a Lutero, al tiempo que nos hacemos luteranos. Vale.