Barón - Epístolas

Inicua naturaleza


Marzo 2010

T ú no te acordarás de Juan Subiés, que llegó a Tafalla de mozo, en algún camión de naranjas de los que su tío importaba desde Burriana. Para muchos, Sobiés, Juanito para los amigos, era un pedazo de pan y una fuerza verbal de la naturaleza, con la que pontificaba sobre todo lo humanamente discutible allá donde se prestaran a escucharlo. Su vecino, el farmacéutico Tiriti, el día de su cumpleaños le hizo un regalo bastante cabrito: un libro sobre mitología griega, con grande alborozo y celebración de todos los contertulios del casino. Ese libro debió de ser el que un día llegó a mis manos, manos de niño todavía, porque es la única forma en que puedo explicarme cómo mi padre tuvo la ocurrencia de hacerme semejante obsequio, sabiendo que existían Roberto Alcázar, el Gerrero del Antifaz y un largo etcétera de apasionantes publicaciones literarias. El caso es que, gracias posiblemente a Juanito Sobiés tuve yo acceso precoz al para mí entonces incomprensible mundo de dioses, semidioses, hijos de diosas e hijos de lo que quieras, que de todo había, poblando el Hades.

El Hades (Aïdēs) es una metonimia (con perdón), pues de designar en un principio al dios, pasó después a designar el lugar, el ultramundo en el que aquél reinaba. Hades era conocido también como Plutón, que en griego antiguo hacía referencia a las riquezas (πλουτέω, ‘enrique-cerse’) del subsuelo dominado por Aïdēs, con lo cual, además de la antedicha metonimia, nos topamos con una clara perífrasis retórica (más perdón), por la que se viene a designar algo en atención a alguna de sus características.  Mas no dejes que la impaciencia te haga desistir de seguir leyendo, mi dilecto colombroño, que Aïdēs esconde la clave de mi desdicha. Su prefijo privativo "á" más su raíz "idein" (‘ver’) aludían a la ceguera con la que Plutón repartía la riqueza entre el género humano.

Mi desdicha ha surgido esta misma mañana, como una maldición del Hades. Ayer, sin embargo, no cabía en mí de gozo, pues tras varios días tratando de resolver alguno de los 23 problemas matemáticos que el gran Hilbert expuso el 8 de agosto de 1900 en el Congreso de Matemáticos celebrado en La Sorbona, alcancé por fin la paz. Un golpe de clarividencia me permitió comprender que nunca llegaría a solucionar ninguno de los 23 problemas, con lo que dejé de preocuparme de si una ecuación diofántica polinómica tiene o no solución entera. Estaba conforme ya con el reparto de riqueza intelectual que “el ciego” había hecho. En realidad, en buena filosofía aplicada, me tranquilizó mucho pensar que así como el frío no existe, (en rigor se trata de un escaso movimiento browniano), la pobreza no ha de ser más que una escasez de riqueza.

Pero esta mañana no ha sido pobreza intelectual lo que he sentido, sino total indigencia. He ido a consultar un dato a la autobiografía de Bertrand Russell, y en la página 43 me esperaba la losa que me ha hundido. Russell cuenta que empezó a estudiar geometría a los once años, siendo su maestro su hermano mayor (eran aristócratas y el pequeño Russell recibió la educación primaria en casa de su abuela con institutrices varias, lo que le permitió dominar, aparte del inglés materno, el francés, el alemán, el italiano, el latín y el griego; una monada de nene). El caso es que tuvo un primer enfrentamiento con su hermano cuando comprobó que toda la geometría de Euclides estaba basada en postulados, es decir ¡en axiomas! Hasta el mismísimo Euclides había construido -se quejaba- una geometría endeble y canija, que no partía de la lógica, sino del inapelable axioma. El nene se negó a seguir estudiando algo fundamentado en trágalas: “al principio –dice- me negué a admitirlos a menos que mi hermano me ofreciese algún razonamiento para que lo hiciera, pero éste me dijo: “Si no admites los axiomas, no podemos seguir adelante”. Como yo deseaba seguir adelante, los admití ‘pro tem’ a reagañadientes”.

Y no he podido menos que pensar en mí mismo a esa tierna edad, enfrentándome al P. Armañanzas, por lo que he caído en profunda depresión.

Y sumido en mi tristeza,
desde esta mañana aciaga,
nada encuentro que deshaga
tan caprichosa vileza.

¿Por qué repartes fortuna
con manifiesta torpeza
e iniquidad importuna,
oh, madre naturaleza?

Vale