Escribir un libro
Febrero 2010
Hijos he tenido
varios; árboles ya he plantado muchos, en Méjico, en Jávea y
aquí en Cizur, por lo que tengo pendiente lo del libro (lo de montar en
globo lo dejamos para Jesús, que si ya lo ha hecho en camello ¿o fue
dromedario? le falta menos). ¿Por qué no escribes uno? preguntáis
algunos con un candor que me genera oxitocina a raudales. A
Emilio, escribidor profesional, que ha cumplido sobradamente con las
tres demandas vitales, hijos, árboles y libros, ya le dije en su
momento mis razones. Y lo hice en verso, con aquello de
exigua carga en la trastienda. Confesaba así mi seguridad en que
cualquier libro que yo escribiera iría lleno de lo que venden El
Bulli, ZP y tantísimos especialistas de la espuma montada.
He de pensar un
poco más sobre este asunto. ¿Por qué escriben los que escriben? En
este grupo tenemos dos artesanos de la escritura, gente sensata,
equilibrada y feliz, que se acercan más al modelo escritor de
taller que al del sujeto de inspiración y arrebato. He
dudado entre poner sujeto o víctima; y es que a todos
nos vienen las imágenes de verdaderas víctimas de la necesidad de
escribir, como Dostoievski, Kafka, Flaubert, Sthendal, Larra, todos
gente que sufría, pero no cejaba (corrijo: Larra cejó
descerrajándose un tiro porque no le quería la que él quería que le
quisiera, su mujer, habrase visto). Dicen también que eran víctimas
de un tipo de epilepsia parcial con efectos de tipo afectivo en la
que se da bastante fielmente un proceso de: luz (¿inspiración?),
parálisis corporal, alucinaciones, y por último, una sensación
placentera. La llaman la enfermedad de Dostoievski, por ser
éste su más preclara víctima, pero también incluyen a escritores
como san Pablo, Mahoma y santa Teresa entre piadosos antiguos; y más
recientes como Nietzsche, Kierkegaard, Kafka, y hasta Ionesko,
aunque éste último sufrió más bien por ser perro apaleado por su
padre.
Aunque
he de admitir que la balanza cae por el lado de los trabajadores de
la pluma a los que muchos se refieren como escritores de mesa
camilla. De éstos hay muchos, muchísimos, como Dickens, Pío
Baroja, Galdós y un largo etcétera. Leí hace mucho, y no lo he
olvidado porque me impresionó, que Alejandro Dumas escribía todos
los días veinte folios con rigurosa disciplina, de modo que cierto
día terminó sus Tres mosqueteros en el folio dieciocho, puso
punto final, pasó al diecinueve y redactó con grandes letras: El
Conde de Montecristo. También esto, se non è vero è ben
trovato.
Mi proceso es
otro bien distinto, aunque no exento de elementos preocupantes. Me
siento al teclado sin nada que decir, sólo impulsado por cierto
placer físico, y dejo que las cerezas vayan saliendo. El teclado de
mi PC podría estar impregnado con algún producto, como dicen de
algunos cosméticos, que propicia la liberación de endorfinas en mi
cerebro. Lo lavaré (el teclado) para comprobarlo; no quiero que me
pase como me pasó de joven con la nicotina , que por lo que cuentan,
es un tipo de neurotransmisor que crea sensación placentera, pero
que, cuando alcanza unas neuronas (las ATV) agazapadas junto al
hipotálamo, éstas inhiben la liberación
de dopamina con lo
que se interrumpe el circuito de recompensa. Esa interrupción
representa una “tolerancia” al estímulo inicial, y esto explica que
el individuo habituado precise más estímulos para saciar su
ansiedad. Adicción se llama la figura. ¿La culpable? La dopamina.
(Ya recordaréis algunos, precisamente, cómo la nometa-minina ha sido
el primer antídoto conocido como inhibidor del placer).
Pero he de dejar esto,
porque he averiguado que la curva de interés de mis
escritos es descendente en función de la extensión de éstos, y que no es
asintótica, sino abrupta, respecto a
un
límites ¿Cuáles son éstos? Habrá que averiguarlo también; ya me
informaréis.
A estas alturas sé que estáis perdidos quizás en la zona donde la
curva ha tomado la vertical. Pero no puedo terminar sin dar
respuesta verdadera a la pregunta de por qué no escribo un libro. Y,
como de costumbre, es de nuestro fabulista Monterroso de quien tomo
la respuesta.
El zorro es más sabio
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas. El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aún escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
—Pero si ya he publicado dos libros —respondía él con cansancio.
—Y
muy buenos —le contestaban—; por eso mismo tiene usted que publicar
otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.
Vale