El otoño trae los buenos propósitos como la primavera trae las golondrinas;
y en este hecho natural radica la causa última de mi recién estrenada
baronía. Tú no lo sabías, ahora te lo digo, pero acabo de nombrarme
caballero con el estimulante título
de Barón de Münchhausen y “Mi cuarto es mi
castillo” por lema. En esta carta quiero darte razón del porqué de
este nombramiento, mas veo que tus cejas, antes que por las razones, me
requieren sobre la legitimidad que me asiste para semejante
autoconcesión.
Esa primera interpelación es muy fácil de satisfacer, pues me la ventilo por
la vía directa: los de Bilbao podemos concedernos los títulos
nobiliarios que queramos, y punto. Yo me he decidido por una humilde
baronía porque, a decir verdad, no soy del centro-centro de Bilbao, que
nací a la sombra del Pico Serantes, pero, hombre, para una baronía me
alcanza. Explicación más prolija requiere lo de Münchhausen, y en ello
entramos ahora.
Puede que no lo hayas cogido, tan sutil soy con mis metáforas, pero
cuando te decía que el otoño trae buenos propósitos, me refería al otoño
de la vida; bonito ¿verdad? y original a más no poder. Hacía con ello
referencia a esa etapa en que la savia empieza a retirarse pausada,
paulatinamente, pero en retreta a fin de cuentas, para dar paso al
inexorable reino de las nieves en el cabello y de los hielos en el
páramo interior.
En mi particular otoño, mi savia ha emprendido tan veloz carrera hacia su
voluntario suicidio que, de no poner pronto remedio, cualquiera podrá en
breve practicar el patinaje sobre mis gélidos páramos. Mi equinoccio
otoñal se inició el día del júbilo; mejor dicho: comenzó al día
siguiente, pues ese día, el del jubileo, sí fue de alborozo, de
regocijo, que es más que gozo, de prometedoras expectativas. Mas la
jubilación, como la escuela, no es sólo el primer día, que al siguiente
también te esperan allí; y al siguiente y al siguiente. Y aunque
parezcan por ello, escuela y jubilatio, experiencias semejantes,
la enorme diferencia está en que en aquélla te esperaba el maestro y en
ésta no te espera nadie.
Aquí, mi querido amigo, no hay maestro que valga; ya no tienes quien te
diga “hoy vas a aprender la tabla del siete, después lectura y luego
recreo”. Mientras tu vida no ha alcanzado este punto de inflexión,
siempre alguien o algo han tirado de ti; siempre has sabido antes
incluso de saltar de la cama, lo que tocaba cada día, y no había vuelta
de hoja, te ponían la partitura todas las mañanas y, mejor o peor,
cumplías con ella. Pero una vez cruzado el equinoccio, es el páramo, el
pedregal, la ciénaga; sólo el viento sibilante se desliza ahora sobre el
que fuera el papel pautado de tu vida, para barrer inmisericorde
cualquier resto de pauta sobre la que pudieras iniciar una nueva
melodía.
Nubes de tribulación y desconcierto, cómo no, se ciernen entonces sobre
ti, y aunque aquel varón, soldado y santo, recomendara “en tiempos de
tribulación no hacer mudanza”, yo he considerado de muy alto
beneficio para el aseguramiento de mi propia temperatura, emular las
virtudes que adornaron al Barón de Münchhausen, virtudes que le
permitieron salir airoso del páramo en el que entró su vida a la vuelta
de sus guerras contra el turco, cuando su natal y somnífera Bodenwerder
fue incapaz de generar en él ni media molécula de adrenalina.
Podríamos decir que hasta hoy han existido dos barones con ese título:
el real, Karl Friedrich Hieronymus, (Bodenwerder 1720 –
1797) y el literario, parodiado, satirizado y deformado hasta la
hipérbole, que es con el que yo me quedo. De modo que ahora, con mi
incorporación al título, somos ya tres ilustres barones, más los que
quieran sumarse por causa de esta lectura. De Wikipedia he tomado las
imágenes de los dos primeros y aquí te las brindo; la mía ya la conoces,
y tú mejor que yo juzgarás a cuál de ellas más me acerco, si no es a
ambas.
El barón genuino se incorporó al ejército ruso y luchó contra el imperio Otomano como capitán de caballería. En su retiro adquirió una probablemente bien ganada reputación de fanfarrón, por los exagerados relatos que de sus propias aventuras hacía a todo el que se dejaba. En otro orden de cosas, murió sin descendencia, dejando a la baronía mostrenca.
El otro, el del risueño busto y bulliciosas guedejas, nació en 1781 de una pluma anónima que recopiló las aventuras del primero y las publicó, cuando todavía aquél se movía vigoroso por los mentideros de Bodenwerder. Estos relatos han sido objeto luego de múltiples ediciones, corregidas y aumentadas (llegan a la centena) y el barón dispone ya de dos estatuas que lo honran, una en su ciudad natal y otra en Kaliningrado, Rusia, donde es considerado un héroe de la literatura infantil. Ha sido inmortalizado también en el celuloide en repetidas ocasiones; en 1911 tuvo su primer cortometraje, seguido por varias películas, 1943, 1961, 1979 y la más reciente, filmada en Belchite en 1988, dirigida por Terry Gilliam y con John Neville en el papel del barón y Robin Williams en el reparto.
No quisiera que perdiéramos a don Beltrane con tan grande polvareda, por lo que vuelvo al punto de la vereda en el que, después de haber legitimado mi baronía, pasaba a explicarte por qué las virtudes del de Münchhausen le han procurado un lugar paradigmático en el complicado mundo de la inteligencia metafísica aplicada, AMI (Applied Metaphysical Intelligence).
Este caballero estaba adornado de increíbles facultades que lo hacían imprevisible e invencible. Lo mismo podía cabalgar sobre una bala de cañón que viajar a la luna o al infierno con Vulcano, bailar en el estómago de una ballena, montar sobre la mitad delantera de un caballo partido en dos (que cuando bebía agua automáticamente la perdía por detrás), viajar colgado de una cuerda conectada a una bandada de patos, y tantas y tantas maravillas que cien libros y cinco pelis no han conseguido agotar.
Pero, entre todas ellas, una es la reina, la que brilla con luz propia, la que, para los amantes y estudiosos de la AMI, permanecerá siempre gloriosa e inmarcesible: cuando Münchhausen se veía atrapado en la irremisible fatalidad de una ciénaga, se salvaba a sí mismo, e incluso a su cabalgadura, tirando de sus propios cabellos hacia arriba con gran determinación y entusiasmo. Esto es un acto metafísico propio de una gran inteligencia y aplicado a una causa suprema: la de tu propia salvación.
Muchos filósofos y psicólogos han glosado en sus escritos esta facultad del barón, pero nadie con la claridad, insistencia y extensión como lo hace mi admirado José Antonio Marina. Él también parece subyugado por esa habilidad mágica de la que algunos hombres echan mano para salvarse a sí mismos de las encrucijadas que la vida les depara, porque en varios de sus libros hace referencia a ella. Copio de “El vuelo de la inteligencia”:
“Un vuelo de águila y no un tortoleo de gallina. Por ser capaz de tan extraordinaria hazaña, he comparado muchas veces la inteligencia humana con el barón de Münchhausen, el protagonista de una antigua novela alemana. Un hombre de muchos recursos, que habiéndose caído una vez en un pantano, se sacó de él a sí mismo y a su caballo tirándose hacia arriba de los pelos.
Aunque lo parezca no es una broma: la especie humana ha hecho cosas parecidas. Ha inventado herramientas mentales que acabaron por hacer más poderosos los mecanismos que las habían producido. El ejemplo más claro, y más importante para nuestro tema, es el lenguaje.”
Y un poco más adelante continúa:
“Durante cien mil años el hombre fue inventando poco a poco signos –las palabras son signos-, que le capacitaron para inventar nuevos signos. La herramienta inventada sirvió para perfeccionar la herramienta inventora”.
Y aquí es el lenguaje, pero en otros pasajes de sus libros son la razón o
la libertad o la dignidad, todas ellas producto de la inteligencia
creadora del hombre, que así se salva de ahogos y atascos mediante el
mecanismo de, como primer paso, concebir un proyecto, lanzarlo delante
de sí como segundo, y salir presuroso a su conquista como tercero. Así
ha sido a lo largo de los siglos con el lenguaje, la razón, la libertad,
la dignidad y los derechos del hombre. Todos ellos creación humana,
todos objetivos proyectados con la ballesta de la inteligencia y
perseguidos con la fuerza que da la necesidad de salir del atolladero
existencial. “Un útil se utiliza para
algo y mediante esta función remite a una interminable red de
finalidades. La lezna del zapatero sirve para coser zapatos que sirven
para que la gente ande calzada y pueda ir a trabajar a una fábrica de
leznas donde se fabrican leznas que permiten al zapatero… El mundo es
una enredada madeja de referencias”.
¿Entiendes ahora mi autonombramiento?. Ahora sé, desde la mañana que
siguió a mi recién estrenado equinoccio, que para salir del proceloso
páramo otoñal sólo cuento con mis armas; que sólo yo voy a venir en mi
ayuda, que no otro sino yo ha de inventar mi día y salir airoso, para
así tener la posibilidad de lanzar otra flecha la mañana siguiente.
Y mira: Marina es también quien me da la clave de hacia dónde he de lanzar
las flechas de mi carcaj. Antes del equinoccio mi vida ha sido
pretendidamente seria y como tantos, he acudido cada mañana al tajo. En
la escuela teníamos papel pautado, y en el tajo estaba pautado hasta el
higiénico. Juega Marina con la ironía en este párrafo que te cito de su
primer libro “Elogio y refutación del ingenio”:
¿Ves cómo se en-reda la red con una simple lezna? ¿O ha sido un juego de
leznas? Dice Marina que Piaget dice que el juego es como una asimilación
de lo real al yo, siendo lo serio lo contrario: la asimilación de uno a
los demás o a las cosas. En román paladino: que cuando vas en serio el juguete eres tú.
Que un niño, cuando juega, subordina las cosas a su fabulación,
convierte la colcha en manto, el palo en espada, la escoba en caballo y
se transforma en rey. El palo, la colcha, la escoba, conservan sus
propiedades físicas, pero son al mismo tiempo una realidad metafísica:
aparece un híbrido ontológico (con perdón) desligado de sus
referencias reales, pero para el que sabe jugar, tan real como la vida
misma.
Pues este híbrido es mi barón. Cada mañana me despierta y me dice: ¿Qué flecha lanzamos hoy?. Desde mi cuarto de escribir lanzamos el dardo y salimos como balas tras de él. Desde mi cuarto de escribir recorremos el mundo, los libros son las ciudades, las estanterías los países, los libreros los continentes. Todos ellos son mis torres y por eso el lema del barón es Mi cuarto es mi castillo.
Mi lema de caballero es ése, y mi arma la ballesta. Ella me saca de la encrucijada y con ella estoy casi completo: sólo tengo que hacerme con una flecha cada mañana; lo demás sigue por su propia dinámica. Por eso verás en mi escudo de armas que no tengo carcaj, aunque, eso sí, tengo un pollo.
¿Y el pollo?
Es la parte no metafísica del asunto, otra gran creación del hombre: el pollo cultivado, el granjero. Ve a cualquier parte del mundo que tenga suelo, no hielo, y te encontrarás al pollo, salvador del hombre. Es el Primum vivere deinde philosophare (ludere). El pollo es la proteína y, lo mismo que el dinero, todas sus tarjetas de presentación son bienvenidas: frito, asado o en pepitoria; fuente moderada de calorías, rico en proteínas, ridículo en grasas, con su hierro, su fósforo, su ácido fólico,… un completo, oye. Por eso lo he adoptado como emblema de mi escudo, porque con él puedo parodiar el aforismo inglés de la manzana, con éste otro que el barón gusta repetir y lanzar a los cuatro vientos:
A chicken a day keeps the doctor away!
Un afectuoso abrazo de tu amigo,
Oil Imenod
Barón de Münchhausen
Diciembre de 2006