Barón - Apócrifos

Corpus de sangre

Introducción

De la historia de España sé lo elemental; algo conozco de arte románico y a él dedico mis horas de investigación. Sin embargo, quedé tan impresionado el verano pasado por el relato que un atribulado clérigo vertió en unos manuscritos irregulares y de dificultosa lectura, que no he dudado en ordenarlos y pasarlos a castellano más actual para darlos a conocer.

Por las consultas que he llevado a cabo en distintos archivos históricos como el de la ciudad de Barcelona, el del convento de San Francisco de dicha ciudad, distintas cartas de Pau Claris, las actas del Consejo de Ciento correspondientes a la revuelta que en el manuscrito se narra, y otras muchas fuentes cuya enumeración resultaría innecesariamente prolija, puedo mantener que los sucesos que en él se relatan son ciertos en su conjunto y verosímiles en su detalle, pues guardan total coherencia tanto con los hechos históricamente comprobados como con las conductas humanas.

Estuve en el Castell de Sentmenat visitando el molí fariner del s. XII que, junto con el propio castillo, iban a pasar a manos municipales según el convenio urbanístico de 1996. No viene a cuento en esta exposición el valor patrimonial del molino, sino unos papeles manuscritos que encontré en un resquicio entre dos vigas y que son los que, como he dicho, ordenados y ajustados a lenguaje de hoy, pongo a disposición del lector que pueda estar interesado.

Relato

Mi nombre es Enric de Sentmenat; nací en este pueblo hace ahora treinta y cinco años, pero el suceso que quiero relatar ocurrió en Barcelona, el día siete de junio de 1640, hace ahora cinco años.  Era jueves y la ciudad entera esperaba celebrar adecuadamente el día del Corpus.

La mañana se había despertado tranquila, como correspondía a un día festivo que abriría otros ocho de celebraciones, procesiones y oficios en la catedral y parroquias. Yo servía de secretario al Obispo de Barcelona, García Gil Manrique, y ese jueves había madrugado para ayudar en los preparativos de la procesión solemne. En ayunas y a paso vivo enfilé Ramblas abajo, pues tenía un buen camino hasta la catedral. Apenas había salido el sol y ya en la parte alta de las Ramblas se veían nutridos grupos de segadores envueltos en sus capas gasconas que lo mismo les protegían del frío que del calor. Ese año se habían concentrado en número mayor que otros a las puertas de la ciudad y andaban quejosos de que el Virrey les obligara a acampar puertas afuera. Habían entrado en la ciudad por Portaferrisa nada más fue abierta, e invadían ahora la plazuela del Carmen, donde se encontraba la lonja de contratación para la siega. Jugaban a las bochas o a las cartas o simplemente permanecían deambulando por los alrededores; huéspedes incómodos para la ciudad, pero inevitables.

Bajé a lo largo de las Ramblas y tomé por la calle Ancha; vi a tres segadores, uno tocaba una guitarra y los tres cantaban con destemple. Al pasar ante el palacio de Santa Coloma, uno comenzó a gritar: "Visca lo rei, visca la terra, muyran traidors!"

La gente del barrio no quería líos y se apartaba del trío de segadores sucios y escandalosos. Se sabía que ese año los campesinos estaban muy irritados con la política del Virrey. Dalmau de Queralt, Conde de Santa Coloma, había sido nombrado por  Olivares para tal cargo apenas un par de años antes, pero concentraba el odio de la gente del campo porque los abusos se habían intensificado durante estos dos años y en especial en ese invierno: una leva forzosa de seis mil hombres para combatir en Italia y todos los pueblos de la zona invadidos por las tropas reales. Los soldados profesionales no van solos, son ellos y sus familias, además de una patulea de vividores pululando en derredor; son alojados en las casas particulares que han de mantenerlos. La cuerda había sido tensada en exceso mientras la nobleza, el clero y la burguesía quedábamos exentos.

Los ánimos estaban tan caldeados que en abril, hacía apenas un par de meses, abrasaron vivo al alguacil real Miquel Joan de Monrodon. Había ido a Santa Coloma de Farnés a investigar unos sucesos y en un momento dado quedó rodeado por un grupo de payeses, llenos de agravios, que luego de cometer el crimen se dispersaron por la zona. A buen seguro, estaban entre los grupos que esa mañana del Corpus llenaban las Ramblas. Las tropas, en represalia, quemaron un barrio completo en Santa Coloma.

Coincidió que cuatro milicianos de tejedores pasaban también por la calle Ancha. Las milicias gremiales eran las únicas tropas medianamente estructuradas de Barcelona por acuerdo alcanzado con el Virrey. Los cuatro milicianos se dirigían a su retén en la Puerta del Mar, junto a las Atarazanas, pero se detuvieron con los segadores afeándoles su conducta y tratando de cachearlos por si portaban pedreñales bajo la capa. El encuentro fue calentándose y un miliciano dijo reconocer a uno de los segadores como participante de la quema precisamente del alguacil Monrodon. "Tu estaves allí, jo et vaig veure”, le decía en el momento en que yo llegaba a su altura. El segador se burló y siguió gritando "visca la terra, muyran traidors!"

El miliciano saltó sobre él y le metió la daga en el estómago. El segador se dobló y cayó al suelo mientras los cuatro guardias salían veloces hacia las Atarazanas. La gente se apartó horrorizada y yo apresuré el paso hasta la catedral.

Atravesé el claustro y subí directamente a los aposentos del Obispo. Gil Manrique me esperaba ya para iniciar los preparativos de la procesión; le conté lo sucedido y vi cómo mudaba el color de su cara. Me explicó que una semana atrás, la Beata Paula se cruzó con él y el Virrey, y dirigiéndose a éste le dijo: "guardar-vos de les dagas de Santa Eulàlia".

Su voz sonaba solemne pero tanto el Virrey como él mismo se rieron ante la incoherente advertencia. A la Beata Paula se le atribuían en Barcelona poderes sobrenaturales para adivinar el porvenir; se decía que una vez estuvo seis días sin comer y cuarenta sin ir de vientre. "Sé més clara, Paula" le dijo el Obispo burlón; "a quina dagas et refereixes?" Y la mujer se volvió hacia él con voz lúgubre: “I Vós, trencareu els miralls. Ahí quedó el oráculo sobre dagas y espejos, porque ni el Virrey ni él prestaron mayor atención al encuentro con la Beata.

Bajamos a la sacristía y Gil Manrique comenzó a vestirse con ensimismada parsimonia. No habló con nadie, metido como estaba en sus pensamientos, cuando antes de las diez, y a punto de comenzar el oficio religioso, fueron llegando los componentes del Consejo de Ciento. Los consellers se acomodaron en los bancos reservados al efecto, pero nos sorprendió la entrada en la propia sacristía de Lluís Joan de Calders, Conseller en cap por entonces. Habló aparte con el Obispo, que vino hacia mí y me pidió dar las órdenes oportunas para posponer el oficio y acompañarle hasta el palacio de Santa Coloma; al parecer, el Virrey estaba siendo acosado por una muchedumbre de segadores enardecidos.

A paso acelerado, llegamos en pocos minutos a la calle Ancha. Una muchedumbre tapaba la entrada al palacio del Virrey; atrás se arremolinaban los curiosos, al frente, vociferantes y amenazadores, los segadores, que en número superior a cincuenta se habían ido juntando hasta ese momento. Muchos blandían sin disimulo sus pedreñales y otros sus dagas. En la puerta del palacio, con la custodia en alto, vimos al prior del cercano convento de San Francisco con dos de sus frailes; el Santísimo frenaba de momento la acometida de los segadores. Dimos la vuelta por la calle de la Carnecería d’en Sors y entramos por la puerta trasera del palacio. El Virrey acababa de huir poniendo a salvo a toda su familia. El conseller Massana nos informó del plan del Virrey Santa Coloma, que consistía en dejar a su madre y a su esposa en un convento de monjas custodiadas por Felìcia Saiol i Barberá  y refugiarse él en las Atarazanas, al amparo de los gremios, siempre cercano a una posible huida por mar. El conseller le dijo al Obispo que su consejo a Santa Coloma había sido el de refugiarse en el baluarte de Santa Eulalia, más fácil de defender y también con acceso a la playa.

Gil Manrique miró asustado, primero a mí y luego al cielo. “Per Déu Sant!” gritó. Massana quiso tranquilizarlo. “El baluarte es seguro —le dijo— las Atarazanas están más abiertas y hay milicianos que podrían no querer proteger a Santa Coloma en caso de que la revuelta se generalice”.

El Obispo no contestó, me tomó del brazo y me dijo: “Ve a la catedral y vuelve con mi carruaje a esta trasera; mientras tanto yo trataré de calmar a los revoltosos”.

Antes del mediodía estaba yo de vuelta. Los segadores habían desistido de entrar en el palacio y habían corrido exaltados muralla abajo a juntarse con otros grupos que bajaban por las ramblas hacia las Atarazanas. Ante la inminencia de un asalto a las mismas, giramos a la derecha para poder presenciarlo desde el baluarte de Santa Eulalia, situado más hacia Monjuic, y que dominaba la zona del puerto. Aquel día estaba de servicio en el baluarte la compañía de libreros, vidrieros y calceteros, al mando del capitán Josep Amat i Desboch.

Entramos al baluarte sin problemas, y desde una torre almenada que la gente llamaba de las Pussas, pudimos ver cómo el Virrey escapaba de las Atarazanas por una puerta lateral hacia las rocas y zonas arenosas debajo del baluarte. A corta distancia se veía anclada una galera real y, ya cercanos a la playeta, dos esquifes que venían a recoger al Virrey y a su reducido séquito. El Obispo me apretó fuertemente el brazo y susurró: “Per Déu Sant!, No vengeu aquí.”

Alguien les vio huir y dio la alarma. Iban a por el Virrey. Luego supimos que la revolta dels segadors se había extendido para entonces como la pólvora y ya no había duda de que el Virrey iba a pagar con su vida. Los segadores gritaban como en el medievo: a carn! a carn!

Los alcanzaron en las rocas, debajo mismo del baluarte y fuimos testigos impotentes, pues los disparos de la milicia desde la torre apenas si eran eficaces contra segadores y algunos pescadores que se les habían unido; el laberinto de rocas les protegía.

Vimos cómo los esquifes viraban sin haber alcanzado la orilla y volvían proa hacia la galera. El capitán Amat salió entonces con sus milicias y empujó a los revoltosos de nuevo hacia las Atarazanas. Al cabo de una hora aproximadamente subió al baluarte e informó al Obispo que el cuerpo del Virrey Santa Coloma había sido hallado muerto con numerosas heridas de daga en su pecho.

Montamos en el carruaje e iniciamos el camino de vuelta a la catedral sumidos en el silencio. Con el fin de evitar las Ramblas, por las que se movía una multitud de segadores en lo que ya era una clara revuelta popular, el cochero se metió por el vericueto de callejones que desembocaban en la Muralla del Mar. Yo conocía la zona y le pedí que tomara una travesía hacia la calleja de Tres Llits, donde una conocida de mi pueblo tenía una posada; no había visto a María Calvet desde que entré al servicio del Obispo, pero siempre la consideré una buena mujer y su casa podría servirnos de refugio en caso de complicaciones en el trayecto. En la puerta de la posada se arremolinaba la gente, mientras varios hombres sacaban el cuerpo de otro que parecía sin vida. Bajé del carruaje y la gente se retiró respetuosamente. Entré al zaguán y me dieron razón de lo que allí había pasado apenas una hora antes: dos segadores se habían peleado en el mesón, muriendo uno y quedando el otro mal herido. María, compadecida de este último, lo llevó en una carreta al hospital de la Santa Creu, al otro lado de las Ramblas.

Y en esas estaba yo, dando cuenta a Gil Manrique de lo sucedido, cuando llegaron dos muchachos a la carrera. Como pudieron nos contaron que por todas las Ramblas había corrido la voz de que un segador había sido muerto por la Calveta Tavernera, como se la conocía en el barrio, y que ésta se encontraba en el hospital; que una multitud estaba ya a las puertas del mismo, reclamando enfurecida la entrega de la Calveta so pena de quemar el edificio. El segador herido había muerto nada más llegar al hospital y nadie podía hacer entrar en razón a los enardecidos segadores.

El hospital era del municipio y estaba a rebosar de enfermos de fiebres y paludismo, propio de los pantanos que se extendían desde Llobregat a Castelldefels. Comprendía también el recinto los pabellones de un manicomio y de un hospicio. Los vecinos asustados instaron al Obispo a intervenir con su autoridad y hacer ver a los segadores lo equivocado de su exigencia. Esta vez, como pudimos, y al trote de los caballos, pasamos al otro lado de las Ramblas y llegamos al hospital cuando la multitud golpeaba sus puertas con enormes piedras y maderos. Se detuvieron ante el estrépito de los caballos y Gil Manrique parlamentó con los que se mostraban como cabecillas. No hubo modo de que aceptaran la versión del Obispo, querían a Calveta Tavernera a toda costa. Sacaron pedernales y apilaron leñas contra la puerta; el Obispo cedió en su firmeza y pidió una tregua para poder parlamentar con los responsables del hospital. Los cabecillas accedieron impacientes y le permitieron entrar mientras yo permanecía agazapado en el interior del carricoche.

Mucho antes de lo que pude imaginar, se abrió la puerta de nuevo y el Obispo salió por ella, trayendo cogida de la mano a María Calvet que lo seguía asustada y reticente. La multitud rugía con gritos de venjança!, mori la traïdora!, mientras abrían un estrecho pasillo por el que los revoltosos les conducían lentamente hacia el descampado en el que se encontraba el carruaje, conmigo en su interior. Pasaron junto a mí y los ojos de Calveta se cruzaron implorantes con los míos; me escondí en el fondo del coche y un violento temblor sacudió mi cuerpo y mi alma. Oí clamar a la desdichada pidiendo confessió; los segadores alzaron los pedreñales, pero el Obispo los detuvo con un ademán que les hizo retirarse renuentes unos metros.

Así, en lenta comitiva, continuaron hasta la puerta de San Antonio. Los labradores del Arrabal salían de sus casas para ver a aquella pobre mujer, acompañada de pedreñales. Se detuvieron en un descampado, María se arrodilló mientras se persignaba; la confesión se fue alargando y los segadores comenzaron a protestar amartillando sus armas. Al fin, Gil Manrique hizo la señal de la cruz:
—Ego te absolvo a pecatis tuis…

Luego se apartó. María Calvet quedó sola, aún de rodillas. Restalló una descarga, su cuerpo se agitó y se desplomó sin vida. Yo vomité tras unos arbustos.

Los segadores se calmaron y se fueron retirando; yo me acerqué al cuerpo sin vida de Calveta Tavernera y caí sobre ella, gimiendo y rezando.

No sé el tiempo que permanecí allí, pero me levanté cuando el Obispo me tomó del brazo. Dando tumbos subí al coche y entre sollozos escuche a Gil Manrique cómo me daba cuenta de la entereza de María cuando le hizo comprender y asumir la necesidad del sacrificio de un inocente ante la matanza enorme que se cernía sobre todos los que se encontraban dentro del hospital. El Señor la había elegido a ella y ella tenía la ocasión de salvar a tantos y, de ese modo, sublimar su vida gris y pecadora.

No hablamos más en todo el trayecto. Llegados a la catedral, la ciudad era presa de la revuelta; hubo sangre a raudales en casas y conventos. También cazaban a los que trataron de huir por Monjuic; Barcelona estaba a merced de los revoltosos.

Ese era el mundo exterior a nosotros; nuestro mundo interior estaba colapsado. Cuando Gil Manrique salió de su recámara, se detuvo un momento, me miró y me dijo:

—Enric, rompe todos los espejos de mis aposentos. Podré sobrevivir a esto; pero sin ellos.

Es lo último que hice al servicio de Gil Manrique. Volví a mi casa al atardecer, sonámbulo, sorteando incendios y grupos de segadores soliviantados. Rompí también todos los espejos de mi casa, que me devolvían el espanto de mis ojos cuando a ellos me asomaba; dejé todo y me vine a Sentmenat.

Desde entonces estoy recluido al cuidado del molí fariner del Castell y he decidido escribir este relato de los horrores que viví ese Corpus de Sangre, día siete de junio de 1640, pues sólo un homenaje al sacrificio generosamente asumido por mi paisana Calveta Tavernera, pueda traer unas migajas de paz a mi alma. Mi alma, que vive abrumada bajo el ingente peso de mi flaqueza.

 Sentmenat, junio de 1645