Barón - Apócrifos

Codornices en escabeche

Cándida e Inocencia llevan todo el día arrebujadas bajo un endrino en un altozano de Valgorra. Antaño, las codornices, para esconderse, buscaban los grandes rastrojos, pero ahora las máquinas de la cosecha dejan los campos de cereal como bolas de billar y ni un fascal queda de muestra en el que pueda refugiarse una pareja de fugitivas. Ellas, además, no fueron entrenadas por su madre, porque allá en el pueblo donde nacieron el entrenamiento salía sobrando. El Coto de Val de Orba era un pueblo perfecto; olía siempre a pienso, el aroma del tomillo llenaba el aire en primavera y en otoño las setas de cardo tapizaban los corrales de sus juegos infantiles. En El Coto todo era paz idílica, hasta el punto que en el mundo de los volátiles se había ganado el sobrenombre de El Edén. Y ellas estaban ese atardecer a punto de alcanzar su objetivo; un par de vuelos rasantes más al romper la mañana y alcanzarían a ver la torre de El Coto, donde la vida plácida les esperaba de nuevo, sus amigas de la infancia, los dormitorios con rejilla, el pienso esparcido como maná de la Providencia. Querían volver a sentirse seguras bajo la protección de los Dioses del Capazo; ellos garantizaban el alimento y sobre todo daban seguridad contra los Demonios del Trueno. ¡Qué tontas habían sido! Tontas y locas.

Habían nacido del mismo huevo y desde entonces no se habían separado. Su madre siempre les había advertido de que fuera del pueblo el peligro acechaba detrás de cualquier ribazo. Pero ellas no lo entendían bien, porque, además, pensaban que su madre hablaba en chino y les decía cosas ininteligibles, como “cuidado con los que os digan que os van a llevar al huerto”; como cuando les contaba que el pescador disfruta diciéndole al gusano: “¿quieres venir a pescar conmigo esta tarde?”.

Y aquella tarde, tres días atrás, ellas habían caído en la trampa. Se pusieron en primera fila cuando apareció uno de los Dioses del Capazo con otro Dios nuevo en el pueblo; querían presumir de gorditas y lustrosas y se pusieron al frente. Las mayores, más experimentadas, se echaron para atrás y se pusieron de perfil; otras silbaban La Marsellesa mirando para Garínoain y por el corral corrió el rumor de que el Dios nuevo no era tal, sino un Demonio del Trueno disfrazado con Gore-tex. Pero éste no portaba el Órgano de Fuego de Doble Tubo, tenía ojos azules y sus manos denotaban haber sido creadas para manejar inmensos Capazos de cereal. No podía ser un demonio. Además, su nombre les dio confianza, cuando oyeron que el Dios del Capazo le preguntaba: Jesús, ¿cuántas te pongo?.

“Ponme doce, anda” había contestado el Señor del Gore-tex, y cuando las tuvo en la jaulica, como él decía, las miró sonriente y les dijo: “ahora vais a venir conmigo y con la cachurra a pasear a Candaraiz”. Y entonces pensaron que la tarde iba a ser placentera y que otro edén las esperaba, pero eran jóvenes e inexpertas y no sabían nada de la vida ni del talante de Dioses y Señores. Tampoco sabían que Candaraiz no era un edén, sino un secarral, un terreno tan inhóspito como el Saso o Romerales. Allá pudo en tiempos haber crecido el romero, la salvia, el espliego, el tomillo y la hilaga, pero eso fue en tiempos, y ellas no lo sabían. Y su total ignorancia las perdió. Viajaron en la jaula unos pocos kilómetros, y en un lugar que llaman Tafalla, y que ya pocos saben encontrarlo en el mapa, subió a bordo la llamada “cachurra”, con cara de tonta –como ellas- y de hambre, de mucha hambre.

Cuando el Señor del Gore-Tex les abrió la jaula, no lo podían creer. Las doce iniciaron cortos vuelos sobre el nuevo edén, pero allí sólo había margas erosionadas por los aluviales y los arrastres de los barrancos. ¿Do estaban los romeros? ¿Do las salvias?

Y todavía el desencanto de la realidad no había hecho presa en la docena predestinada a la gloria gastronómica, cuando el Señor del Gore-Tex desenvainó su órgano de doble tubo y mostró su verdadera faz de Demonio del Trueno. Ellas habían buscado refugio despavoridas entre los escasos juncos y carrizos del balsurrio que queda en Candaraiz, cuando el demonio comenzó su atronador discurso. Desde su escondite vieron caer fulminadas a siete de sus compañeras, y ellas habían tenido buena suerte, porque mojadas como estaban, la cachurra no las olió. Así permanecieron hasta el anochecer, acurrucadas y más muertas que vivas. Recordaron a su madre cuando les repetía: “que no os lleven al huerto, hijas, ni vayáis a pescar con pescadores desconocidos”.

La experiencia había sido dura, no la iban a olvidar. De la balsa habían salido también huyendo, pues los carrizos de la orilla no las protegían de culebras y gardachos y ellas no podían escapar nadando como las fochas o las pollas de agua que por allí anidan. Dudaron entre pasar a Beracha o tirar para el Saso. Optaron por esto último, porque por allí olían mejor los aires de Orba. Saltaron lo que fue La Nava, que allí ya no tenían cobijo y podían acabar en un horno del departamento de mantenimiento de Fagor y por Valmayor enfilaron la Carravieja. Candi decía: “vamos para Ujué, la virgen de la Paloma nos protegerá”, pero la Ino le recordaba otro sabio consejo de su madre: “Sí, fíate de la virgen y no corras”. Así que optaron por girar al Norte y refugiarse en Valgorra. Las espinas de los endrinos les habían rasgado alguna pluma, se encontraban asustadas, hambrientas y exhaustas, pero mañana darían el salto hasta El Coto de Val de Orba, su anhelado refugio.

La experiencia de Candaraiz había significado para ellas una lección inolvidable que las había hecho adultas en tres días. En adelante, comerían menos para no estar tan apetitosas, aprovecharían las ventajas indudables que les reportaban los Dioses de Capazo y, en cuanto a los Demonios del Trueno, huirían de ellos aunque tuvieran ojos azules, manos de Dios del Inmenso Capazo y vinieran camuflados de Señores del Gore-Tex. En el futuro, cuando así ocurriera, se pondrían  de perfil y silbarían La Marsellesa mirando a Garínoain.

Y mientras iniciaban, con la escarcha todavía sobre sus castigadas plumas, el último vuelo que las llevaría a El Edén, las gemelas Candi e Ino  entonaban al unísono su canto:

Al Señor del Gore-Tex,
una vez en El Edén,
¡pues que le den!
¡que le den!

Oil Imenod
Barón de Münchhausen
Octubre de 2008