Barón - Correos
1 ene 09
Menos turrón y más Platón

A Platón le gustaba Sócrates. Más bien, lo admiraba. En cambio Isócrates no le gustaba un pelo. Más bien, lo cabreaba. Platón era el jefe de la Academia, mientras que Isócrates era el baranda de la competencia. Aristóteles era un chaval todavía cuando estos dos se miraban uno al otro como se miran mutuamente los rectores de la UPV y los de Deusto. Bueno, no tan mal, que aquella gente estaba movida por un verdadero afán de hacer bien las cosas. (Un inciso: a Emilio el Bueno le gustaría que ahora contara yo lo de Aristóteles, cuando después de veinte años de enseñar en la Academia, decidió instalarse por su cuenta, puso su propia escuela en el gimnasio del Liceo, un enorme santuario que tenía un paseo (peripatós) porticado. Esto le gustaría  a Emilio el Bueno que contara, pero me aguanto).

El caso es que Isócrates era un experto en oratoria y su plato fuerte era la retórica. Mantenía cursos muy limitados, ocho o nueve alumnos le bastaban (Licurgo, Demóstenes y otros campeones salieron de sus aulas), a los que podía atender y moldear con dedicación plena. En la Grecia de estos monstruos, orador era sinónimo de político; y la retórica era el arte de debatir y defender cualquier punto de vista y su opuesto, sin romper la coherencia de la ilación lógica. Pero a decir verdad, muchas veces la rompían, porque el objetivo real era el de excitar y conducir las pasiones del auditorio para persuadirlo y llevarse finalmente el gato al agua. Era también el modo más digno y envidiado de ganar honor y prestigio ciudadano.

Platón era más drástico, más radical, por ser filósofo. Decía que la literatura, la oratoria, la dialéctica, la retórica y todas esas frivolidades no buscaban la verdad. Por eso en su Academia no se enseñaba retórica, sino filosofía, matemáticas… cosas serias. Allí el “Purdi”  habría sido feliz.

(Otro inciso. Lo cuento yo y se lo ahorro a Roberto: el Purdi daba filosofía en primero de económicas. Tenía un acendrado acento gallego, don Manuel Souto Vilas, y me cuenta Roberto que cuando peroraba sobre la fenomenología y así, mientras los demás jugaban con aviones de papel, don Manuel terminaba siempre con la coletilla aclaratoria: “purdicirlo así”).

Estábamos, pues, con Platón, que en su diálogo Gorgias arremetía contra la falta de probidad de los políticos (oradores) griegos. Os voy a ahorrar la lectura de Gorgias y tener que pasar por el suplicio refinado de la mayéutica de Sócrates, pero en uno de los debates que el viejo zorro mantiene con Gorgias y con un joven relamido llamado Polo, deja bien establecido que los políticos adulan al populacho, siguen servilmente sus caprichos, haciéndolo así peor de lo que es (si cabe). A eso ahora lo llamamos populismo.

En ese debate, Platón defiende las virtudes de una política moralista y tecnocrática, que es para las almas como la gimnasia, y como la medicina para los cuerpos, mientras que la política democrática y retórica es para las almas como la repostería, y como la cosmética para los cuerpos. Éstas, dice, adulan al cuerpo, le ofrecen lo que éste apetece, pero no lo mejoran; en cambio, la gimnasia y la medicina lo mejoran, lo curan, lo hacen hermoso.

Por eso, con los turrones y la falta de ejercicio de estos días, no he podido menos que acordarme de Platón; aunque puede que más que por los turrones haya sido por el hartazgo de retórica, populismo y falsedad de los oradores que nos gobiernan. Otra cosa, pensaba, era cuando jóvenes, cuando la gimnasia era nuestro plato favorito y el turrón era escaso y del negro. Entonces sí que mejoraban nuestros cuerpos. Además, el tirano no se rodeaba de oradores frívolos y mendaces, sino de verdaderos tecnócratas pata-negra. Hoy por el contrario, mucho turrón, poco gimnasio, poco tecnócrata, mucho orador. El último vestigio del tirano lo retiró hace unos días la grúa de Revilla, el amigo de Roberto, y la situación no puede ser más deprimente. Miro mi cuerpo reflejado en el espejo y le increpo: ¡Venga, hombre, no-me-jo-ras!